En el momento del Bautismo vinieron a nuestra alma las tres
personas de la Santísima Trinidad con el deseo de permanecer unidas a nuestra
existencia. Esta presencia, especialísima, sólo se pierde por el pecado mortal.
San Agustín, al considerar esta inefable cercanía de Dios,
exclamaba: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva!; he aquí que Tú
estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (...) Tú estabas
conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de Ti las cosas que, si no estuviesen
en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente y rompiste mi sordera; brillaste,
resplandeciste, y curaste mi ceguedad”. (Confesiones, 10, 27, 38).
Los cristianos no debemos contentarnos con no perder a Dios:
debemos buscarle constantemente en nosotros mismos procurando el recogimiento
de los sentidos que tienden a distraerse, desparramarse y quedarse apegados a
las cosas.
Para lograr este recogimiento, a algunos el Señor les pide
que se retiren del mundo, pero Dios quiere que la mayoría de los cristianos
(madres, estudiantes, trabajadores...) le encontremos en medio de nuestros
quehaceres.
Mediante la mortificación habitual durante el día, guardamos
para Dios los sentidos. ¡Es asombroso comprobar una y otra vez la estrecha
relación que existe entre esta mortificación y el gozo interior!
Mortifiquemos la imaginación, librándola de pensamientos
inútiles; mortifiquemos la memoria, echando a un lado recuerdos que no nos
acercan al Señor; mortifiquemos la voluntad, cumpliendo con el deber concreto,
porque el trabajo intenso, si está dirigido a Dios, lejos de impedir el diálogo
con Él, lo facilita.
Desde los primeros siglos de la era cristiana, la palabra
“Trinidad” nos ayuda a entender el misterio de Dios: Padre, Hijo y Espíritu
Santo (Mateo 28, 19), tres personas divinas en la perfecta unidad del amor,
“porque Dios es Amor” (1 Juan 4, 8). El Espíritu Santo está en el alma del
cristiano en gracia, para que cada vez se parezca más a Cristo, para moverlo al
cumplimiento de la voluntad del Padre, y ayudarle en esa tarea.
¿Porqué sentirnos solos, si la Santísima Trinidad nos
acompaña? Pidamos a la Virgen que nos enseñe a comprender esta dichosísima
realidad. ¡Qué distinto es nuestro porte, nuestro comportamiento, nuestra
conversación, aún en circunstancias difíciles, cuando tenemos conciencia de que
somos templos de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo!
Roguemos a nuestra Madre: “¡Dios te salve María, templo y
Sagrario de la Santísima Trinidad, ayúdame!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario